Carlos Uzcátegui
Bogotá, 16 de septiembre de 2022
Una soleada mañana merideña, abrazada por ese azul turquesa en el cielo, que solo se vive allí, salimos en familia en extraña ceremonia, a pié, a redescubrir el hielo. Ese día salimos de la casa de la 4 a la tienda de enseres del hogar , una cuadra más abajo . Ese día vi por primera vez en mi vida un televisor.
Después de descubrir y asombrarse con el invento, papá inició su ronda de negociaciones ,tal como si se tratara de la compra de un inmueble, y cerró la adquisición. Papá apretó la mano de Don Miguel Delgado y a los pocos días , el televisor llegó a casa.
Lo recuerdo entrando por la puerta que daba al pasillo verde, sobre un pallet. Su marca era Telefunken (Alemana) y su olor a nuevo era prometedor . Venía empotrado en un elegante mueble de madera brillante y tela dorada detrás de las rejillas de la columna de sonido, se apoyaba sobre cuatro patas cónicas truncadas, mitad madera mitad metal y grande lo recuerdo. Tenía una puerta de corredera apersianada. Hermoso, enigmático e indescifrable .Solo ver el mueble era un deleite visual y un desafío a la imaginación de lo que pudiera pasar dentro de la prometedora caja.
Nadie sabía exactamente cómo sería la convivencia con el extraordinario y desconocido aparato. Reposó unos días, según instrucciones de los que lo trajeron, pues debían conectar la antena. Ese horrible, antiestético e indispensable artilugio. Al verlo parecía una espina de pescado, y por esos años, empezó a formar parte del paisaje urbano en todo el planeta con acceso a tal privilegio.
Además el televisor, cumplía el requisito clave en la ley de papá : tenía cerradura. Para ver la pantalla que conectaría las calles de mi niñez con la naciente modernidad de las telecomunicaciones, había una cerradura de por medio. Esta permitía la apertura de la puerta de corredera, cuya misión era ocultar la pantalla y hacer pasar el aún misterioso portento, como un elemento más de una ingenua decoración.
Allí estaba el Telefunken al pié de la cama de papá y mamá. Arrogante y seguro como su espíritu alemán lo imponía. Los primeros días nos conformábamos con ver el televisor apagado, un poco más avanzado era verlo encendido, sin señal y de allí construir historias a partir de la lluvia de puntos confusos y difusos, que tenían el ruido inolvidable de los ríos desbordados detrás de los cerros.
A los pocos días la antena fué instalada en el techo del local de la parte nueva de la casa. Tenía varios “bigotes'', se llamaban elementos. Más elementos y mayor altura, mejor alcance y recepción de señal, era lo sabido o por lo menos lo intuido.
Nunca podría haber imaginado que a los 9 años tendría mi primera profesión : orientador de antenas.
En contexto, entre el televisor y la antena mediaba una conexión a través de un largo cable , chato, color marrón y a los bordes de su centro aplanado corrían dos cablecitos de cobre revestidos, en paralelo. Hasta allí todo era coherente. El problema consistió en la intención de papá: ver TV colombiana desde nuestra casa en Mérida; lo cual requería un giro “manual” a la antena en horario estelar. Eso ocurría más o menos a las 6 de la tarde.
Era toda una expedición con múltiples riesgos: había que caminar sobre dos habitaciones con techo cubierto de tejas. La caminata era obligatoriamente en medias. Las indicaciones iniciaban con la clara instrucción “súbase pero cuidado y parte una teja” y luego había que trepar un reborde de concreto para llegar a donde estaba la antena que captaría , si las condiciones y el tiempo lo permitían, la señal proveniente de Cúcuta más exactamente, del canal 6, INRAVISIÓN.
Estando allá sobre el techo del local , las órdenes eran cíclicas, precisas y confusas a la vez, así era como funcionaba: papá con su cigarrillo encendido , estresado pues mamá quería ver “El Minuto de Dios” del Padre García Herreros en la TV colombiana. Yo tenía que subir a la platabanda del local y girar la antena siguiendo con precisa observancia los siguientes comandos de voz : “Muevala, dele dele, ahí ahí, noooo dele al revés, yaaaaa. Noooo dele otra vez, yaaaaa pare. Espere, un poquito más, ahora si no la mueva” hasta que el milagro de la sintonía fina ocurriera.
Papá estratégico como siempre, mandó a dejar “suavecito'' el tubo de la antena para que yo lo pudiera girar con la fuerza de mi corta edad. No pensó en la consecuencia inmediata: cualquier viento movería la dirección de la antena y eso obligaba a que mis visitas a la platabanda del local fueran más frecuentes.
Un día pasó que la llave del Telefunken se perdió. Ese día conocí lo que sería una constante en el devenir de mis tiempos: buscar llaves en mi casa . Las únicas que nunca aparecieron fueron la del televisor y la de El Vocho de Germán .
Fueron días largos y de angustia. "El Minuto de Dios" esperaba ansioso la llegada de papá de la hacienda. Como no se sabía cómo funcionaba exactamente el prodigio tecnológico, llegamos a especular en nuestra fantasía, que habían pequeños actores mágicos a destajo dentro de la maravillosa caja.
El sábado al llegar, papá, hizo una brillante exhibición de sus frustradas dotes de cerrajero, sacó su navaja roja y con el accesorio que servía para destapar botellas, abrió la discreta cerradura de la puerta de madera apersianada, que nos separaba de nuestra incipiente conexión al mundo, que ya empezaba a ser el novel televisor en la casa.
Por esos tiempos íbamos a Cúcuta a comprar los estrenos una vez al año. Una de las cosas que recuerdo con claridad, era la emoción de mamá, que ahora podría ver “El Minuto de Dios” ,con la nitidez adecuada, sin ruido, sin gritos para orientar la antena , en la comodidad de la habitación del Hotel Tonchalá y con diáfana señal .Era técnicamente el equivalente a ir al “concierto” en vivo. Placeres de la época.
Hoy, después de estos años viviendo en Colombia me pregunto, que tanto tendría que ver en el imaginario de mi vida ese mensaje, repetido y tallado en mis manos, teñidas de infancia, el girar la antena para que apuntara sus elementos y se sintonizara con esta tierra querida, de encanto, que suena a cumbia, vallenato y bambuco, que sabe a vida , huele a café cuando despierta y tiene aroma de mujer cuando duerme.
Quizás esos viajes a Cúcuta y esa antena, estaban germinando en mí, los recuerdos del mañana, en esa Colombia que empezaba a conocer, sin sospechar que aquí sembraría todo mi amor en campos azules decorados por mariposas amarillas, salidas del Rio Magdalena.
“Dios en tus manos colocamos este día que ya pasó y la noche que llega”
Padre Rafael García-Herreros
Fundador del programa “El Minuto de Dios”
Carlos Uzcátegui
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