Lo que el barrio me enseñó

 



Bogotá 31 de mayo de 2024

Carlos Uzcátegui



Esta semana cambié de barrio, fueron exactamente 1823 noches durmiendo frente a los cerros orientales de Bogotá. Un pedazo de vida en el que reviví en cuentos, muertos con memoria y murieron a la vida seres especiales que arrugaron la alegría de amaneceres que cambiaron recuerdos.


Antes de salir…


Me despedí de Don Martín, el quesero que perdió a su nieta sin razón que pudiera explicar su largo sufrir. Visité a Don Pablo, el lavandero de izquierda,  tenía un peso trucado y cobraba por dos cada kilo de ropa que le llevaba. Lo audité una sola vez, pero igual le seguía llevando la ropa.Tenía muy buena conversación, un amplio y ameno anecdotario mientras no hablaba de política.


Le dije adios a Hember, el dueño del estanco, vendía cerveza y vino, cobraba de acuerdo a su nivel de alegría o frustración comercial. Aprendí que los viernes en la tarde cuando su negocio rebosaba de abundancia redondeaba hacia abajo los precios del “espíritu” de la vida. 


Solo le compré cerveza un lunes festivo por la mañana, pagué mi error una sola vez. 


Como despedida final, entregué el apartamento a la casera: Doña Gladys, teníamos exactamente 1823 días sin vernos, el saludo fué el clásico ¡ya cinco años, cómo pasó el tiempo Don Carlos! 


Supe de ella una vez, a mediados de 2020, en plena pandemia. Su esposo me contó que en abril de ese año Doña Gladys salió positiva en la prueba del Covid-19, ella era sobreviviente de cáncer y para el momento de la historia, una señora de setenta y tres años. 


Para los días finales de mayo de ese año, de la clínica donde estaba internada, llamaron al esposo, Don Humberto, para que firmara la autorización y así poder desconectarla del equipo, los médicos consideraron que ya no había nada mas que hacer.


La familia se despidió de ella, a través del cristal, lloraron los recuerdos y con sus  tapabocas húmedos, marcharon a pedir consuelo por la dolorosa partida pautada.



Doña Gladys, despertó al día siguiente, se vió sorprendida en aquella UCI. Extrañada, mirando con horror el terrible entorno donde se encontraba en ese momento, se quedó sentada en su cama hasta que la vió una enfermera. Desesperada, solo se comunicaba por señas. Había perdido la voz, seguramente por el maltrato causado por el largo tiempo intubada. Fueron 49 días en la UCI.


Los médicos no entendían lo sucedido. Llamaron a la familia, le contaron de la inexplicable recuperación, eso sí le dijeron: se salvó de milagro, pero el daño en sus cuerdas bucales era irreversible, decían.


La vi campante, parlante y llena de vida el día que le entregué el apartamento. Es un milagro viviente, me alegré por ella y por su familia.


Extraños caminos y decisiones de Dios, cómo elige las historias que deben continuar y las que se deben interrumpir.


Fue entonces cuando pensé en lo que aprendí en el barrio en esos 1823 días.


Una de las cosas que aprendí fue a no preguntar nada más allá de la hora a la vida, eso sí, con la delicadeza necesaria para que no imagine -la vida- ni por un instante si me siento sobrado o escaso de segundos, por si acaso.


Aprendí a escribir mis sentimientos y algunos recuerdos que permanecerán en mi alma más allá de la vida. 


Aprendí a llorar la muerte de mis afectos sin poder verlos salir.


Aprendí a seguir aprendiendo a amar cada chocolate que salga de la caja de bombones como decía Forrest Gump, un sabio sin saberlo. 


Descubrí cómo disfrutar la tarde de lluvia y granizo igual que la mañana de sol. Las dos tienen su encanto y su momento. El sol llega y la lluvia también. 


Aprendí a rezar el rosario todos los días, lo frágil de la vida me enseñó a sentir la necesidad de asirme a lo que aprendí antes de los 7 años cuando el Padre Pagaza me mostró el catecismo de nuestra fe. 


Entendí que es mejor caminar sobre el agua creyendo que se puede, que caminar sobre puentes de cristal que se van a quebrar.  


Comprendí que Dios sabe lo que hace, que su amor es infinito y sus decisiones son justas e inapelables. Aunque Usted no lo crea.


Perdonar y perdonarme, cuánto me costó. Fué una sabia decisión para dormir en paz.


Cada etapa de la vida deja una marca, una lección , una flor o un dolor. Todas son importantes, pero ahora que las veo decantadas, trato de elegir  lo mejor, lo que me acerca a lo que ahora quiero sentir.


Hoy me sale más fácil una sonrisa, disfruto una lágrima, veo los méndigos con compasión, siento el dolor de la gente, trato de juzgar menos, no discuto, me sale del alma escuchar y sé que me equivoco mucho.


Cada día identifico mas causas a las que quiero ayudar.


Ahora se que no hacen falta 1823 días para aprender algunas cosas, pero yo hoy los agradezco, por lo que se llevaron , por lo que me enseñaron, por mi manera de ver la vida, por las personas extraordinarias que llegan con nuevas enseñanzas y amor.


Y sobre todo, por la manera de ver a Dios, y de entender al ciego Bartimeo quién dejó su capa para antes de poder ver la vida. 


Quizás no estaba ciego, solo estaba muy apegado a su capa y eso enceguecía su corazón.


Estos 1823 días me ayudaron a quitarme esa capa y ver nuevos colores. 


Gracias barrio por  lo que me enseñaste estos cinco años.


Ya estoy abierto a ver nuevos colores en el tramo que me queda. 







Marcos, 10 50-52


Él entonces, arrojando su capa, se levantó y vino a Jesús.  Respondiendo Jesús, le dijo: ¿Qué quieres que te haga? Y el ciego le dijo: Maestro, que recobre la vista. Y Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Y en seguida recobró la vista, y seguía a Jesús en el camino.


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