Bogotá, 10 de abril de 2024
Carlos Uzcátegui B.
Un cura alto , de ojos azules , manos suaves y voluntad de acero camina lentamente por la Plaza Mayor de Bogotá, se dirige a su casa a repasar sus memorias antes de partir...
Una tarde fría de mayo, bajaba del Altozano de la Catedral , se detuvo por un momento frente a la casa que le dio sus hábitos y forjó sus ideas - el Seminario de San Bartolomé- no tan conventuales aunque respetuosas de su fe. Pasó por la Puerta Falsa a tomar su último chocolate santafereño, se dirigió a oficiar misa en la Iglesia de San Antonio y de allí fue a su casa en La Candelaria, antes de marcharse a descansar eternamente.
Al llegar, llamó a la negra Felicia, le pidió que fuera a Monserrate a comprar flores, le indicó que dejara la puerta de la calle cerrada como si no hubiese nadie en casa.
Le previno que en caso de que llegara y lo encontrase dormido , que por favor llamase a Monseñor Antonio Caballero y Góngora, Arzobispo Virrey de la Nueva Granada, su confesor, su amigo personal y le dijera que su amigo el Canónigo de Mérida, marchó a organizar rebeliones de paz en el cielo.
Al sentir cerrar la puerta, buscó su ruana blanca de la lana boyacense, a pesar de ser un enamorado de sus andes merideños, Bogotá y su densa neblina abrigaban un lugar muy especial en su afecto terrenal. El llamado de esta tierra, hizo sacar lo mejor de su vida desde la época cuando vino al Seminario Mayor, labró en su corazón un sentimiento atado a la sabana de eterna neblina.
Esa mañana era especial en su soledad, vivía la gracia que siempre había pedido al cielo, sentir clara la premonición de su viaje definitivo, que le diera tiempo para recordar su vida en una mañana de chocolate caliente, como las de esa Santa Fe virreinal.
Empezó por recordar su natal Timotes y el murmullo del río Motatán, ese murmullo vivió por siempre en su corazón. En los momentos cuando el ruido de la vida pretendía angustiar su paz, cerraba los ojos y acariciaba el sonido del río al lado de la casa grande de teja donde nació.
Una lágrima rodó pausada por su mejilla, la vida le había dado de más. Agradeció a cada instante de esa fría mañana su paso por tantas cosas, y los recuerdos seguían presentes en su alma deseosa de partir.
Revivió su primer viaje a Bogotá, la capital de la Nueva Granada, sintió la misma emoción de aquella aventura . La parada en Capacho, el paso por Cúcuta, la escalada a Pamplona, el Chicamocha imponente bordeaba el ascenso al Socorro. Renació en su memoria el aroma de la guayaba de Vélez.
Rememoraba su vida, era un hombre de montaña que se formó en una ciudad olvidada y valiente como su Mérida altiva y serrana.
Recordó la llegada al Seminario Mayor de San Bartolomé, aunque la marca que traía desde su casa natal y su alma anunciaban su vocación para el servicio a las causas de Dios, su corazón sentía una premonición emancipatoria. Esa mañana recordó la misma inquietud de aquella entrada a su alma mater.
Recordó el día de su ordenación en 1770, a los 22 años de edad.
Se sabía elegido, comprometido con su blasón. Escuchaba a su padre repitiendo que él era nacido con sangre de hidalgo.
Su padre insistía que los Uzcátegui se debían a su escudo, que él era un hidalgo. Fe, Pureza, Constancia, Blancura, Majestad y Serenidad ; su apellido simboliza el valor y quienes lo llevan en sus blasones están obligados a socorrer a los injustamente oprimidos, esa será su misión de vida Francisco.
Súbitamente, Los Comuneros aparecieron en su memoria, cómo olvidar aquél intento revolucionario que marcó su vida. Una lejana y desconocida cigarrera socorrana se convirtió en heroína, se llamada Manuela Beltrán y formó una rebelión, que nació en El Socorro y cuyo impacto trascendió fronteras, hasta llegar a los límites de Trujillo.
Revivió en su sangre su espíritu revolucionario, coherente con la ayuda a los oprimidos. Llegó a sentir su fuerza, cuando desde San Antonio del Táchira empezaron Los Comuneros a marchar hacia Capacho, escalando Los Andes desde Colombia.
Recordaba ese camino que él mismo había recorrido, imaginaba el arrojo de los que buscaban su libertad sin miedo a perder su temprana emancipación.
Recordó que de ese fallido intento nació su amistad con el Arzobispo Virrey, a quien suplicó el indulto para los involucrados en la rebelión. Haber salido ileso de esa aventura anti borbónica, fue todo un milagro que ese día volvió a agradecer.
No se explicaba esa mañana, cómo de su humilde pluma pudo tener correspondencia con el Rey Carlos IV para recomendar a Fray Juan Ramos de Lora para alzarlo como Arzobispo de Mérida. Su sueño era que Mérida tuviera universidad y fuera universal su lumbre, esa fue su inspiración.
Si nadie le dio mérito por su lucha ya no importa, lo soñó así y Monseñor Lora lo entendió así también e hizo lo conducente, para transformar el seminario en universidad en 1810.
Por un momento, cerca de las 10 de la mañana, empezó a reír. Llegaban a su memoria cuentos sobre las aventuras de su padre, quien de su mismo carácter, bañado en los blasones de plata, que con tanto denuedo le recomendó llevar con honor, fue comentado por las calles de piedra de Mérida como amancebado de una pariente de las Fernández de Rojas en aquella sociedad de mediados de los años 1700.
Se hablaba de las aventuras como la del robo de su amada -su madre- a plena luz del día, penetrando la casa de las agraviadas, mientras la servidumbre vaciaba las bacinillas en la calle real.
Se dice que Doña Magdalena , la amada enamorada de su padre, fue internada en el convento de Santa Clara, por mismísima recomendación del Visitador Real. Sonriendo imaginaba la historia, que por boca de su padre supo y que terminó con el robo de su madre al convento de las monjas de Santa Clara, ubicado al filo de la meseta que daba al caudaloso rio Albarregas.
Terminando esa mañana, su aire empezaba a escasear, vino a su memoria aquel glorioso 16 de septiembre de 1810, hacía apenas cinco años . Ese día se instaura la Junta Patriótica revestida como defensora de los derechos del depuesto Fernando VII gracias a Napoleón Bonaparte.
Desde su regreso después de ordenado, tomó la decisión de hacer más de lo imposible por la libertad de la provincia de Mérida. Recordó que se impuso sobre otros miembros de la junta aquel día : ordenó obstruir las vías que comunicaban con la Provincia de Maracaibo, que se mantenía leal a la ya usurpada corona, para demorar cualquier intento de sumisión.
Muchas cosas pasaron a partir de esos acontecimientos. Sus ojos brillaban al recordar aquel día. Fue su momento estelar, ese instante perfecto cuando la gloria coincidió con su arrojo y con la misión que su padre había sembrado en su corazón. Honor a su escudo.
Se acordó de un miembro de la Junta Patriótica que le dijo: —Nuestra libertad está ya escrita y firmada, resta ahora sostenerla. Hemos hecho lo más fácil, pero lo que falta...
Aquí, le interrumpió con vehemencia, y enrollándose la sotana hasta la cintura, y dijo: Para lo que falta, hay pantalones debajo de estos hábitos. Por mi parte, sabré sostener afuera lo que he firmado aquí
Y perdiendo su mirada , ya con su respiración más entrecortada, recordó que unas tardes antes de la llegada del Libertador a Mérida estaba en la puerta de su casa, convertida ahora en taller de fundición. Volvió a sentir el calor de las fraguas improvisadas y el tañer de las campanas martilladas, que fueron fundidas en cañones y balas por la causa noble de la libertad suprema.
Luchando contra su aire, su último recuerdo fue el de aquel niño que le preguntó en la puerta del repentino taller de fundición: ¿Por qué funde las campañas Padre Francisco? con aire de inspiración única recordó su respuesta: por la libertad, por los sueños, por la patria que nace y por la América libre. Por los aún no nacidos, por la paz y el libre conocimiento.
En ese momento comenzó a morir , se fue soñando con la inminente libertad que llegaría pronto en Boyacá y Carabobo.
Fundió las campanas por el sueño de una patria grande y libre.
Entregó todo por la nación soñada que apenas nacía.
Se fue en paz con su alma, hizo el bien, ayudó a quien le pidió ayuda y a quien no, hizo escuelas y talleres para educar a los más necesitados.
Cumplió con la promesa que le hizo a su padre y a su hidalgo blasón.
Partió una mañana santafereña, recordando sus nobles montañas de Mérida, escuchando el murmullo del río Albarregas y amando su amor por la libertad.
Dr. Francisco Antonio Uzcátegui y Dávila, Pbro., mejor conocido como el Canónigo Uzcátegui.
Su nombre, sin embargo,ha dormido en el silencio, en el olvido, en la frialdad de la indiferencia pública, en la penumbra melancólica del páramo vestido de vegetación raquítica, entre las densas y vagorosas nieblas que bajan de las cumbres de diamante de la empinada Sierra.
Gonzalo Picón Febres al referirse al Canónigo Uzcátegui
Francisco Antonio Uzcátegui y Dávila, nacido hacia el año 1748 en Timotes, Mérida y fallecido 21 de mayo de 1815 en Santa Fe de Bogotá, Reino de Nueva Granada, canónigo de la catedral de Mérida quien desarrolló una amplia labor en pro de la educación en la región, quien como miembro de la Junta Superior Gubernativa de Mérida, había contribuido al establecimiento en 1810 de la primera universidad republicana de Latinoamérica, conocida entonces como la Real Universidad de San Buenaventura de Mérida de los Caballeros.
Francisco Antonio Ignacio Uzcategui y Davila, Canónigo (1748 - 1815) - Genealogy (geni.com)
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