Un beso de amor en Jerusalén - Cuento





Bogotá 8 de Septiembre de 2023

Carlos Uzcátegui




Había un ambiente distinto y sutilmente dulce en el nacimiento que aquel 8 de septiembre ocurría en casa de Joaquín y Ana. Nadie pensó que después de tantos años de matrimonio pudiera llegar la luz a esa casa.


A pesar de la cotidianidad de verlas jugar, con su hermana, llamada también María , la belleza de su alma elegida era sentida por todos, gozaba de la protección especial y el cuidado del Ángel Gabriel fue notorio, y despertó celos en los otros miembros de la corte celestial por tan gloriosa misión.


Era una niña rebelde en su manera de amar, compasiva y diferente. Su misión de amor era innata en ella. Abrazaba a las ovejas más débiles del rebaño de su tío Efrem , a esas que ella llamaba corderitos predilectos de mi tío pastor, sin saber que su juego se convertiría, en la máxima expresión de la fe verdadera que habría de ser anunciada años después.


Era descendiente de un milagro. Joaquín y Ana pasaron más de veinte años casados sin poder concebir . Joaquín, hombre de fé y generoso, de la estirpe de David, lloraba cada mañana por no tener descendientes. 


En el fondo Ana y Joaquín presentían un llamado que no entendían. Su prosperidad y su bondad era reconocida en toda Jerusalén. 


Sin embargo concebir a la Reina y Señora de todo lo creado demandaba la más pura y cristalina perseverancia y sin saberlo, operaría sobre ellos una bendita decisión de carácter superior.


Las oraciones juntos y por separado de Ana y Joaquín duraron más de veinte años, esperando esa bendición. Solo rogaban por concebir, y quizás solo para demostrar a todos que el vientre de Ana era tierra fértil a la vida. 


La presión social forzaba esos momentos de recogimiento, sin negar la angustia que sin duda vivía en ellos.


Joaquín y Ana fueron, visitados por un ángel, y a cada uno por separado le anunció que el Señor de los Cielos había escuchado su súplica y los había privilegiado con la bendición de ser padres de la mujer que viviría por siempre para ser Reina y Señora de todo lo creado.


Dicen los testigos que vieron aquella celebración de amor, que la pareja , anunciada individualmente del grandioso milagro, salió cada uno desde el lugar donde vivió su revelación, en agitada carrera de amor y agradecimiento por lo que ese día les fué anunciado.



Ni Ana se acicaló ni Joaquín se perfumó. Salieron a su encuentro con amor y agradecimiento. En la Puerta de Oro de Jerusalén se dieron el beso que sellaba para siempre la historia del mundo, el evento más importante del universo, la antesala de la llegada del hijo de Dios. 


No comentaron nada sobre la revelación que cada uno había recibido. Solo sintieron felicidad en medio de risas y paz: entendieron su misión sin aún saberla.


Joaquín era un hombre próspero y podía dar lo mejor a su hija predilecta del cielo sin él saberlo.


Por esa misma Puerta de Oro, donde Joaquín y Ana celebraron aquella tarde el abrazo del milagro, habría de entrar, casi cincuenta años después, un Domingo de Ramos su nieto Augusto y Santo, el hijo de Dios, concebido por otro milagro obrado en aquella hermosa niña nacida de Ana y Joaquin.


Cerca de la Puerta de Oro Joaquín construyó la casa donde habrían de crecer la bella María y su hermana, que sería conocida en la posteridad, como Maria la de Cleofas. 


Justo al lado de su casa estaban las piscinas de Bethesda. Las hermanas vieron milagros mientras aprendían a ser mujeres.


Muchos milagros y un capricho divino de mensajes hechos para la memoria de la eternidad.


María fué humilde, alegre y de una conexión especial con su misión. Oraba y daba gracias por su llamado, por los colores de las flores y por la piel quemada de los pastores con la misma devoción.


Empática, sensible y especial. Sin saber, se preparaba para ser Madre e Intercesora de toda la humanidad, sedienta de una mirada del cielo o de solo un segundo de escucha celestial.


Sus padres la llevaron al templo al cumplir los tres años. Dicen los testigos que recitaba la Torá e intuía su misión. Oraba con inmensa devoción y con increíble sabiduría a pesar de su corta edad.


Su madre Ana, la enseñó a hacer pan, a cuidar túnicas de lana cruda y a todas las cosas del hacer de la casa y de los hombres. 


María aprendió a reparar sandalias de pescador.


A lavar ropa y a dar gracias por el pan cada mañana que amasaba con amor y devoción.


Creció en alegría, fervor y con mirada sumisa, esperando los designios para los cuales se intuía llamada.


Fué consagrada al servicio del templo y así fue su vida. 


José, con fe estoica habría de darse por elegido también para entender esa divina concepción que hizo de ella ser: Bendita entre la mujeres.


Ana la enseñó a ser madre , Joaquín le dió fortaleza en su fé.


Del amor y de las oraciones de Ana y Joaquín nació la madre de Dios .


Y María por su parte se encargó que Jesús amara a sus abuelos y un 8 de septiembre, celebraron el cumpleaños de ella el año de la partida de Joaquin, todos en familia.


Las fotos están allá al otro lado del arco iris.


Las veremos con el amanecer de las flores, al cantar nuestra fe.








Y el ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de Su padre David; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y Su reino no tendrá fin».


Lucas 1:30-33


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