Un ladrón en Primera Clase - Cuento

 




Bogotá, 12 de Agosto de 2023

Carlos Uzcátegui




Caminando por el fresco pasillo sentí el aroma de nardos y azucenas de victoria, cubierto con tapices de Damasco de cinco mil nudos, bordes trenzados con hilos de oro y plata. El aire que se respiraba era perfecto, en ese momento apenas tuve tiempo para recordar…


Esa tarde venían a mi mente recuerdos de mi infancia de escasez . Mi padre, lejano e irresponsable, dejó la casa cuando apenas yo cumplía los seis años. Eso me forzó a tomar las decisiones, que esa tarde llegarían a su fin.


Crecí en las calles, en tiempos de sequía de agua y de milagros que respondieran a las súplicas de mi madre. Éramos cinco hermanos, yo en medio de todos escuchaba el llanto largo y triste de mamá, escurriendo el aceite de las tinajas, teñidas de polvo y humo de la leña que recogiamos por las tardes interminables del hambre de la primavera. 


Tardes largas para quien vive el hambre y el llanto, de la casa donde la necesidad reinaba. Éramos seis contando a mi madre.


Cuando cumplí los siete años me fui al mercado. La necesidad era muy grande y la tentación se plantó allí, con su talante de mal y su discurso indulgente para justificar lo imperdonable.


Esther, amiga de la casa, tenía su puesto en la plaza de mercado y ese jueves por la mañana ya iban a ser tres días sin desayunar. A veces iba al mercado y recogía algunos sobrantes, pero ya las necesidades sobrepasaron lo soportable. 


Así que un día, al llegar al mercado me acerqué al puesto de Esther y en un descuido de ella, mientras atendía a un cliente, extraje unas monedas del escondite que tenía en su puesto. Tenía días observándola y pude a mis cortos años, identificar el momento y el lugar. 


Al contar las monedas, se me heló la sangre, por un momento pensé que todos me miraban. Me di cuenta que nada pasó. Fui corriendo a comprar algunos alimentos para la casa. Al llevarlos, mamá iba a empezar a hacer preguntas, pero el clamor de su sangre llorando el hambre de tres días, la hizo pasar por alto el interrogatorio. 


Así comenzó mi camino como ladrón . Como todos, comencé por monedas y a medida que pasaron los meses y los años, lo robado era cada vez más importante. 


Con el tiempo mi mamá, que rezaba todas las noches, fue escuchada por su Dios y mis hermanos consiguieron trabajo con lo que pudieron mantener la casa. 


Ya no había excusas para seguir robando, pero yo continué.


Los tiempos políticos eran extraños, invasiones extranjeras, golpes de estado, revoluciones y revueltas generadas intencionalmente por el régimen, complicaron la vida y se generó tal confusión, que se me facilitó el ejercicio de mis habilidades de ladrón.


Esa tarde recordé el día que decidí salir a robar por los caminos que llegaban a la ciudad, no había vigilancia ni seguridad, podía actuar con la impunidad necesaria para escapar de los castigos que la ley podría imponer.


Así empezamos a tomar las vías de acceso a la ciudad para asaltar  los transportes de mercancía. Otro rubro lucrativo, era robar a las familias que huían o se movilizaban escapando de las amenazas que políticamente recibían en sus naciones de origen. 


También era negocio asaltar a las familias que regresaban del exilio, algunas traían el fruto de su trabajo en oro, y no se habían percatado de los niveles de inseguridad, que el retorno por esos caminos a su tierra podía significar. 


Eran presas fáciles pues su ingenuidad y su desinformación hacía que no tomaran suficientes precauciones.


No podré olvidar que hace unos años, salimos a robar una noche y de repente vimos una familia, de esas ingenuas y descuidadas.


Una pareja con un solo niño de unos tres años. Venían cargando una mudanza y serían presa fácil.


Hablé con mis socios y decidimos esperar la medianoche para actuar. El “equipo” tenía todo sincronizado. Yo era el líder, la voz cantante para intimidar,  la experiencia de atracar desde los seis años me daba la autoridad para actuar.


A la hora decidida y viendo a los viajeros dormir sin mayores precauciones a la vera del camino grité “nadie se mueva o el bebé morirá” . No contamos con el hecho de que podía ser tan fácil raptar al bebé, lo tomé en mi brazo derecho y con la mano izquierda apunté el puñal sobre el pecho del niño.


En ese momento la madre de la criatura, me miró a los ojos con una ternura y una compasión segura, tan grande, que nunca vi ni en los ojos de mi madre y me dijo : “devuélveme a ese niño vivo y sano, y te prometo la felicidad que no imaginas por los siglos, por siempre”.


No entendí nada, para ese momento de mi vida tenía la sangre fría suficiente para actuar , tomar el botín y salir a seguir con las aventuras del desierto. Pero su mirada me persuadió.


Devolví al niño y le dije a mis amigos: partamos de inmediato, hoy no va a pasar mas nada.


Treinta años después, ese viernes terrible la vi de nuevo, era la mamá de aquel niño. El timbre de su llanto talló mi oído y recuerdo que no pasó una noche desde aquel día en el camino de Egipto, que no recordara la voz de aquella mujer, segura y precisa en su promesa.


Ese fué un viernes terrible, mi sentencia a muerte estaba decidida. Nunca imaginé que correría la misma suerte de aquel niño, que traté de raptar hacía treinta años en el camino de Egipto a Jerusalén.


El sudor de sangre y la corona de espinas, los azotes que sentía a la distancia quebraron mi ser. Yo robé y secuestré durante años. Ese señor solo había hecho el bien.


Ahora al escuchar llorando, a su mamá y al verla, recordé que estuve el día en el que el hijo, multiplicó panes y peces en la playa tibia y reposada del mar de Galilea. Todo encajó.


Esa tarde extraña y gris, yo estaba en una cruz a la izquierda de aquel "niño" que intenté matar hacía ya treinta años.


Ese viernes la confusión era aturdidora, las personas gritaban : "crucifícalo, crucifícalo", y en ese momento crucé mi mirada con la de la Señora tan especial, y recordé la promesa firme y segura de aquella noche en el camino de Egipto.



Amigo le dije a aquél niño hecho hombre, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino, supliqué. Tu Mamá me hizo esa promesa en el desierto, una noche hace treinta años cuando dormías con ella en sus brazos, y te arrebaté con la intención de tomar tu vida a cambio de un botín. 


Y te perdoné sin razón, solo por una mirada y una promesa de tu madre.


Y la promesa se cumplió ese mismo viernes de dolor. 


Llegué de primero a una fila larguísima donde se veían luces y campamentos preciosos llenos de júbilo después de una larga espera , reflejos de estrellas y nombres hermosos marcaban las carpas que con paciencia milenaria esperaban la apertura de las puertas doradas al final del pasillo .


Un ángel , me tomó de la mano y en canto celestial , volando por sobre aquel pasillo cubierto de dorados damascos proclamó: “por decisión del hijo de Yahvé y atendiendo una promesa de la Madre de Dios, este ladrón -era yo-  tendrá el honor de estrenar la casa de Dios, abrir la puerta del Cielo y conocerá la verdadera tierra prometida antes que los viejos amigos de Dios”.


Al estar de primero en la puerta, el Ángel Gabriel me dice : “Dios es grande, llegaste primero que Adán y Abraham al Cielo”


No sé cómo pasó todo.


Solo recuerdo palabras de vida al lado de lo que sentí como muerte, la Señora desesperada en su amor de madre, solo me miraba y agradeció con lágrimas, lo que no hice aquella noche en el desierto hacía treinta años.


Soy Dimas, muchos me conocen como el  buen ladrón. 


Soy el pecador que estrenó la gloria de Dios.


La promesa del Paraíso es real.














Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».


Del Evangelio según San Lucas 23,43








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