Bogotá 7 de Abril de 2023
Carlos Uzcátegui B.
En 1967 recibí mi primera comunión de manos del Padre Pagaza, buen amigo y confesor de mamá. Cuando fui a las clases de catecismo, el Padre Pagaza me dijo “Tú eres hijo de Braulia, tú no necesitas venir a clases”. Mamá decía: "hasta en el cielo hay jerarquías".
En 1968 me hice tío. Nuestra familia estaba representada en todas las esferas del poder por aquellos años maravillosos.
El mundo giraba en torno a los Beatles, los hippies empezaban a anunciar los albores de una intelectualidad rociada con notas y colores que hacían crecer y realizar nuevos conceptos de una cosmovisión, que al cabo de pocos años transformó el mundo.
En 1969 el hombre llegó a la luna, conocí Bogotá. Con 8 años de edad ya era tío de dos Luises Enriques, que en un descuido con la cordura, pudieron haber sido siete o más.
En 1970 empezó nuestra era de acuario. Alfredo mi hermano llegó a Mérida procedente de Bogotá con dos cajas de anime (icopor), cuyo contenido venía preñado con un sueño, que nadaba en bolsas plásticas pre oxigenadas y llenas de peces tropicales indocumentados, que llegaron a la urbe serrana y escribieron una época.
Esa llegada marcó una locura en una familia y en una ciudad que apenas empezaba a conocer el terror de unas micromascotas, cuyas necesidades fisiológicas no requerían el disciplinado oficio de sacarlos a pasear, pero que complican de manera desmedida, las labores de mantenimiento de su acuifero hogar, ese día en que las paredes verdes del otrora cristalino acuario, impedía ver la vida que en teoría, nadaba en el “pantano de la desilusión”.
Lo que empezó como una aventura de un estudiante de medicina en un negocio familiar que se atendía por la ventana del recinto donde convivian El Quijote y El Tesoro de la Juventud, así como algunas vértebras esmaltadas que apoyaban los estudios galénicos de Alfredo y sus amigos en la biblioteca de la casa, terminó en un próspero negocio, que se hizo presente en todas las casas de la familia y de muchas personas, en la ciudad donde conocer el mar era una tarea pendiente de la vida.
La era de acuario pisó fuerte por aquellos tiempos. Pariente o amigo tenía que unirse a la fiebre del “oro” que nadaba en cajas de vidrio. La moda empezó a salirse de control. No se hablaba de más nada. Los amigos al recibir visitas ya no saludaban, al llegar a las casas se pasaban directamente a la sala donde el esplendoroso invento recién adquirido, iluminaba con su agua teñida por azul de metileno y una lámpara de neón reemplazó, a la posible hoguera que daría sentido al calor del hogar.
El metaverso gocho y la realidad virtual empezaron a hacer de las suyas. Los corronchos y otras especies desteñidas que vivían en aguas de dudosa reputación como las del río Albarregas empezaron a ser notables trofeos de cacería, en las casas de algunos que no contaban con los recursos necesarios para tener una bomba de aire Metaframe o comprar el sofisticado alimento en escamas importado, el Tetramin.
En mi casa, epicentro de la revolución de acuario, había un criadero en la pila de los cuatro sapos, dos acuarios en la sala, un acuario con una piraña en el comedor de la casa que esperaba con ansias la llegada de papá cada sábado de la hacienda, para disfrutar su manjar favorito : cueritos de lomito. Acuarios en la biblioteca de papá . Cajas de anime, bolsas plásticas y ligas para el “tropical fish delivery”. Era el entorno que marcó la época.
Las cosas llegaron a rayar en la locura, cuando alguién se abrió a la posibilidad de poder establecer una real y franca competencia con Tina Bonetti (única tienda de listas de bodas de la ciudad) y crear listas con el mismo fin en el próspero emprendimiento de Alfredo, para que las novias escogieran el acuario, las bombas, los peces y los demás aditamentos de este precioso y terrífico encarte tropical multicolor.
Pero las cosas no pararon allí. La locura contagió a las más dedicadas y preparadas esferas del poder.
Por allá por el año 73, una mañana soleada de domingo me encontré en medio de un gran tumulto , agolpadas miles de personas frente a tres nuevas pirámides cupuladas: se estaba inaugurando de manos del mismísimo presidente de la república el Parque Acuario de Mérida, obra de interés turístico, que marcó el principio del fin de la era de acuario y por tanto, mis sesiones de lavar cristales verdes y filtros sucios de las temibles cajas de vidrio de mi casa, ya tenían los días contados.
Los acuarios perdieron su jerarquía en las salas y recibos de las familias de Mérida.
Vi algunos acuarios convertidos en terrarios, a otro lo vi alojando a Creta, una tarántula que vivía en casa de los Lares y que un día escapó y nunca se supo de su paradero.
Otros acuarios terminaron su función como cajas inútiles, que serían desechadas en la próxima mudanza.
La era de acuario, para alegría de todos, había llegado a su fin.
El tiempo trae las cosas nuevas, y el tiempo las hace viejas y se las lleva.
El tiempo todo lo trae y todo se lo lleva.
El tiempo vuela que se las pela.
El tiempo vuela sin alas.
(Tomado de https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/refranes-alusivos-al-tiempo/html/#:~:text=El%20tiempo%20trae%20las%20cosas,El%20tiempo%20vuela%20sin%20alas.)
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