Carlos Uzcátegui
Bogotá 21 de Octubre de 2022
A quienes que se atrevieron hacerse a la mar por un sueño, por libertad o por amor.
Cuando la hermosa Indira entró al salón de la fiesta, el día de su graduación, sus amigos quedaron paralizados al ver su extraña cabellera, hasta el día anterior lisa, dorada y sedosa, esa noche, con una permanente de rizo cerrado imposible de peinar.
Todo empezó al terminar la guerra civil. El vizconde de Montfort y su familia pasaban hambre y frío en el viejo palacete al sur de Cataluña. Por esos tiempos, llegaban cartas de América, contando los milagros de abundancia en esa tierra de gracia. El vizconde y su esposa, decidieron probar suerte, salir de esa involuntaria figura delgada y huesuda, causada por su vida vizcondal, ahora sin futuro y sin comida.
En una época, la noble familia gozaba de prestigio, disfrutaba de una apreciable y bien ganada reputación. Daban banquetes de caridad, celebraban fastuosos eventos sociales; usando vajillas con bordes y adornos de oro. Los salones del palacete se iluminaban con lámparas de Lladró que la servidumbre encendía vela por vela, antes de oscurecer.
Orquestas de guitarras, flautas y violines deleitaron sus tardes de té y las noches de vida social. Sus finanzas fueron mermando hasta que los objetos de lujo, terminaron en casas de empeño de discretos judíos en Barcelona. Las acreencias de los músicos nunca fueron pagadas. Solo se pudieron honrar algunas deudas, entregando los últimos vinos de la bodega.
El palacete estaba hipotecado a unos monjes que iniciaban un emprendimiento artesanal. Era el depósito de los piadosos y prósperos frailes, quienes fueron alquilando la casa por salones y pagando años de alquiler por adelantado, para guardar elaborados altares que tallaban con buen arte, vendidos a las iglesias que se levantaban en América.
En la época de su decadencia, los platos y los vasos sobre el elegante comedor estilo barroco ,se dejaban con restos de alimentos, puestos sobre el mantel para cubrir los descosidos y visibles rotos, delatores de su ruina . La vajilla se levantaba cada dos comidas con la idea que al momento de llegar una inesperada visita se pudiera decir: “és que tot just acabem de sopar” (acabamos de cenar) , como excusa perfecta para no invitar a nadie a compartir su ya larga y amarga escasez.
Eran dos hermanos Monfort casados con dos hermanas, quienes deciden renunciar a sus títulos. Los ofrecieron por poca monta. Desde la muerte de Alfonso XIII, la alcurnia y sus privilegios se habían devaluado ,aunque siempre era posible conseguir un inversor , que podría especular en el mercado con títulos y escudos poco notables, esperando la caída de Franco.
Vendiendo a precio de feria, los escasos bienes restantes: un par de anillos gruesos de oro tallados con el escudo familiar ya sin piedras preciosas y algunas piezas de platería rota ,los Montfort reúnen lo necesario para hacerse a la América, al sueño que se vivía allende los mares. Sus fondos alcanzaron para viajar en tercera clase. Su porte elegante y postura de nobles, les permitió acceder con restricciones claro, a la cubierta de primera clase.
Allí viajaron, sin títulos ni historia digna. Cada milla que pasaron sobre la cubierta del vapor Terranova, les sirvió para despedirse de la otrora época de riqueza y nobleza que se tradujo en hambre y pobreza , inconfesable y reservada solo para ellos, bajo fe de juramento en memoria del Primer Gran Vizconde de Montfort.
La familia llegó a Barranquilla y todo lo que sucedió para que los viajeros de ultramar amanecieran en aquella Bogotá, el 27 de septiembre de 1940 es material para otra historia.
Bogotá les dio la bienvenida a su manera, fría, prestante, con aroma a chocolate caliente, almojábanas horneadas en leña y churros fritos espolvoreados con azúcar. Arropada por la magia de la neblina casi perpetua de la época. Tranvía, cachacos y rolos convivían vestidos con gabardinas, bufandas y corbatas, formalidad por encima de lo normal, incluso para la recién llegada familia vizcondal.
Una ciudad con ínfulas y estilo londinense, habitada por caballeros elegantes, nuevos mantuanos, mezclados en un estilo irrepetible , made in Bogotá.
Adaptarse a la cosmovisión de esta parte del mundo fué un gran desafío para la recién llegada familia.
Jordi de Monfort, el Vizconde, a través de su nuevo amigo el Ministro Nemesio Campín, a quién conoció en el altozano de la Catedral, le hizo el favor de cambiar su nombre por el de Juan Peñafort. Un nombre y apellido más latino cruzado con su Montfort original. Le pareció al Vizconde una señal de integración a su nueva vida en tierra americana. Su esposa Soletat ahora era Soledad de Peñafort. Con Sira y Joan, cuyos nombres no se tropicalizaron, continuaron su aventura por esta tierra generosa, colmada de destino y sobrada de futuro.
Comprender el poder de aquella frase de la sabiduría popular que dice: “En el país de los ciegos, el tuerto es rey” , les cambió la vida.
Los hermanos montan el primer salón de fiestas de Bogotá. Concepto inexistente para la época. Fue fuerte la resistencia inicial ante lo cerrados y tradicionales modos sociales de los habitantes de la ciudad. Violando el juramento de mantener en secreto su historia peninsular y solo a efectos de lograr influir, contaron sus recuerdos de lujos y nobleza , para atraer clientes a su idea.
Fue así como revelaron y mejoraron la versión de su origen, no confesaron su apremiante salida de Montfort, y si hablaron de su estrecha relación con nobles imaginarios, con el eventual futuro rey de España cuando se fuera Franco y de las glamorosas fiestas compartidas con la crema y nata de la sociedad catalana.
Así convencieron a la gente que su forma era real en toda la extensión de la palabra y supieron despertar el deseo de ese estilo de vida, frustración innata de los bogotanos de siempre.
Ofrecieron cosas novedosas como el servicio de repartidor de invitaciones, para los eventos de su nobel salón a través de Pomponio, un personaje en ejercicio de esta labor desde hacia mas de 20 años. Ahora, por iniciativa de Soledad, vestía saco negro, pantalón rayado, bastón, guantes, y un clavel en el ojal. Pomponio era autónomo decidiendo a quién le entregaba o no la tarjeta de invitación de la boda o del bautizo, sin que nadie pudiera objetar su decisión caprichosa y personal.
El sello de clase que imponía una invitación entregada por Pomponio en su elegante e impecable vestimenta, no tenía precio y nadie se atrevía a preguntar la razón por la cual no fue repartida determinada tarjeta de invitación.
El éxito fue total, el salón de fiestas se puso de moda . A pesar de saber muy poco de cocina, los Peñafort se percataron que no todos los matrimonios se podían seguir celebrando con tan escasa oferta en el menú.
La creatividad catalana se impuso. Entonces convirtieron la sala de fiestas, en un salón de banquetes. Soledad y Sira empezaron a crear recetas, tapas y otra suerte de platillos exóticos sin temor a ser criticadas pues su elegante historia era infalible y nadie se atrevería a hacer la más mínima crítica.
Luego surgió la etapa cumbre del proyecto, lo que cerraba el círculo del glamour: la academía de belleza y modales para damas. Venir de la nobleza y no imponer un estilo estético exclusivo, era desestimar un enorme mercado al cual ya tenían acceso asegurado por los eventos del salón de banquetes. Sira, la cuñada, visualiza la oportunidad y con su hija Yolanda funda la Academia de Glamour y Belleza de Bogotá, sin tener idea de cómo era ese oficio, pero con la visión clara del negocio. Son catalanas y colombianas, nada podría salir mal.
El desafío ahora era conseguir quienes se prestaran al aprendizaje para formar a las maestras de la Academia. Yolanda ya tenía una familia colombiana numerosa y se podían hacer prácticas gratuitas. Así aparecieron candidatas como Indira con todas sus primas y primos. Se hacían permanentes que duraban cien años de soledad, y otras tantas historias ocurrieron con sobrinos trasquilados y primas teñidas con extravagantes colores y cortes de cabello que demoraban años para retomar a su estado original .Otros errores de esas pasantías de estilo, trajeron consecuencias eternas.
La cordura de las generaciones jóvenes de la familia se puso en tela de juicio, por las inocentes y desastrosas prácticas realizadas en sus cabelleras. Fueron objeto del bullying de la época. Rizos cerrados como los de Indira, jóvenes de 16 años calvos de por vida, tinturas de cabello azul y verde que dejaban manchas indelebles en la frente de inocentes voluntarios de la familia, fueron resultados que marcaron sus vidas para siempre.
Algunos de ellos tuvieron que refrendar su documento de identidad pues el cambio en algunos casos fue desastroso e irreversible .
Fueron conocidos como la familia de los pañuelos. Pasaron el resto de sus vidas cubriendo el resultado de los experimentos estéticos de sus tías, con pañuelos de distintos colores sobre sus cabezas.
Lo último que se sabe de los Montfort - luego Peñafort- y su extraordinaria aventura de ultramar, es que los miembros de la descendencia comparten la casona grande del abuelo, donde pueden vivir a sus anchas sin cubrirse la cabeza con pañuelos.
Viven en el barrio Las Cruces, en el centro de Bogotá, al pié del viejo árbol, recostado sobre el muro externo de la casa y que se sabe, los libra de todo mal y peligro. Allí está aún ubicada la casona que fué del abuelo, el Vizconde de Montfort.
Con 18 perros y 9 gatos que en armoniosa paz comparten la que fué la habitación del Vizconde, como homenaje a su amor por los animales .
Frío, soleado, claro y sin neblina fue el día de su viaje al cielo ,con el aliento de sus victorias y el olor de sus derrotas en su dulce y a veces amarga recordada Cataluña. Reviviendo en su rostro la fuerza del viento del mar, y viendo la quilla cortando las olas, para apurar su llegada a esta parte del mundo, pródiga en sueños cumplidos que hicieron posible su legado de amor, murió con la nostalgia de no haber visto nunca más el viejo palacete de Montfort, que lo vió nacer y crecer.
Ese día, mirando toda su descendencia con pañuelos de colores en sus cabezas , nietos y sobrinos orgullosos del valiente e inspirador abuelo que se hizo a la América, se fué suspirando amor profundo por esta tierra de bendición, donde pudo cosechar afecto, amistades y prosperidad para toda su estirpe.
Llegó al final de sus días, según su entender, sin título de nobleza y ahora solo ostentaba el título más honorable de su peregrinar: El Vizconde de los pañuelos .
Tu capacidad de unir eventos históricos con la imaginación es sorprendente.!
ResponderBorrarNo dejo de admirar tu gran trabajo con las letras. Son exquisitas las palabras y fino vocabulario que utilizas es tus escritos.
Esta tierra de gracia hizo posible cuanto sueño durmió en almohadas españolas
ResponderBorrarGracias, asi es Maora
BorrarFelicidades Carlos, una maravilla de lectura, fresca, alegre y primorosa. Es una dicha vivir sin los pañuelos, tener ese espacio de respeto y belleza.
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