El vestido en la aduana




Bogotá 24 de Septiembre 2022

Carlos Uzcátegui B


El sol crudo e intenso de Cúcuta a las 3 de la tarde era más abrasador que de costumbre. El regreso de nuestras cortas vacaciones en el cercano y exótico destino, que como un rito anual con fecha cierta y religiosidad mística se llevaba a cabo con rigurosa observancia, era solo superado por una celebración inamovible como la de un 24 de diciembre.  

Ir a Cúcuta era para nosotros una extraña mezcla de emociones. Era el paseo que en ese momento de la vida, no lo hubiese cambiado ninguno de la casa por un pasaporte fullday en Disney. 

Por otro lado, el viaje incluía un desafío más que olímpico. Los carros por entonces no tenían aire acondicionado. Unos 30 km después de iniciar la expectante  travesía desde Mérida, empezaba un largo, tortuoso e interminable tramo de regresivas - las curvas de Caparú- que surcaban la escalada de un cerro desértico , invadido de famélicas cabras y chivos expiatorios , cronistas inocentes de los sacrificios de quienes ascendían por ellas, para llegar a  la tierra prometida, llena de aventuras, bocadillos de guayaba y cuatro pesos por un bolívar: el paraíso.

Después de ocho horas de calor y viento pegajoso, luego de devolver, regurgitar, arrojar, echar, lanzar, expulsar lo que queda después del alma, aparecía en el horizonte, un poco desdibujada por el intenso sofoco y el polvo del camino, la imagen mágica y fresca del Hotel Tonchalá: “Un gran Hotel en la frontera de dos grandes países” , era su slogan y estaba impreso en toda su vajilla alemana, su cristalería, y en los ceniceros. Encerrado en un óvalo azul con la silueta del Hotel.

El lobby me parecía inmenso,  los botones erán como los de las películas del Waldorf Astoria: uniformes vino tinto y pantalones negros con cintas doradas a los lados, que coincidian con su rango de antiguedad en las charreteras. El recuerdo más  vívido que tengo, es el  del olor del ascensor. Tenía un ascensorista permanente, se manejaba por medio de una palanca de mando para dirigirse a los diferentes pisos del hotel. 

Cúcuta era aventura, compras, comidas exóticas para nosotros, mucho calor, piscina y el sabor del peligro estaba incluido.Nos daban un bolívar o dos al llegar, que al cambio de la época era un capital que requería desarrollar ciertas habilidades para poder consumir en una tarde.

El viaje tenía dos objetivos, el descanso de papá y la compra de la ropa del año para nosotros. Los jeans Lec, la chaqueta Wrangler , los “tenis” Croydon, los zapatos Tres Coronas , que a decir de mi tío Oscar, se llamaban así por los tres callos que producían el día del estreno.

Los Tres Grandes, el Ley, el Tía, el Centro Comercial Bolívar, eran el paraíso del viajero de la época.

Quién no recuerda el pregón de los vendedores del preciado “veleño” , los helados de El Palacio, las empanadas del Tía, los buñuelos calientes del Ley, o el éxotico sabor de una pizza hawaiana con jamón y piña. Una aventura gastronómica sin duda para nosotros.

Las calles en su mayoría eran de tierra y se percibía insegura. Había historias y leyendas de todo tipo en esos temas, protagonizadas por las gitanas del Parque Santander muchas de ellas.  Y los cacos de la calle hacían de las suyas con relativa impunidad.

Del restaurante del Hotel me acuerdo del sabor de la mantequilla y del lujo de su mantelería impecablemente blanca, con servilletas de tela dobladas en forma de cisne, toda una novedad de exquisito lujo, nunca antes visto por mi. La mantequilla venía en cuadritos que traía el mesero y servía con pinzas, desde una fuente de acero inoxidable, con cubos de hielo, sudando la humedad que genera el frío al contraste con el calor externo. Mi plato favorito : El pollo a la canasta, fue allí que lo conocí.

 Nos íbamos de compras bajo la poco indulgente dirección de mamá en términos de presupuesto . Con sangre fría, digna de los mejores negociantes que se pueda saber, mamá  ejercía, con dominio pleno, el arte del regateo y la psicología inversa comercial. 

La técnica era así: llegábamos al almacén elegido, me hacía medir la ropa, con la previsible holgura de quién estaba en proceso de crecimiento físico y ad-portas de ser un novísimo “contrabandista''. Luego de seleccionar la indumentaria ,solicitaba la cuenta. La diligente señora encargada, hacía sus cálculos en la hoja de un cuaderno viejo y con muchas sumas que desbordaban el espacio y el sentido de las cuadrículas.

Mamá pedía la rectificación de la suma, se escandalizaba y con todo el desinterés del caso, hacía una oferta inconfesablemente baja por el combo. Cuando le decían que no podían llegar a tanto, mamá me tomaba por el brazo y salía del almacén, con la postura de una fría  jugadora de poker. Ya casi en la calle la dependiente de la tienda la alcanzaba y le hacía la contraoferta que generalmente aceptaba. Ese juego le funcionó casi siempre.

El día final  de las vacaciones  implicaba una situación adicional no contemplada en ningún manual de turismo. La ropa era nueva y en consecuencia era considerada como presunto “contrabando'' para regresar a Venezuela, mientras no fuera usada. Solución : en aquellos 32 grados a la sombra salíamos del Hotel vestidos con cuatro pantalones, uno encima del otro y  cinco camisas en la misma disposición, amén de la chaqueta Wrangler con el cuadrito de cuero de la marca encima del bolsillo izquierdo,  o la chaqueta de cuero según la compra de cada quien. Las medias y la ropa interior se pasaban sobre el polvo de las barandas del hotel para que parecieran usadas. 

Un año íbamos a cruzar la frontera por la aduana de San Antonio del Táchira, Diego Velázquez, un amigo de la casa,  detiene abruptamente su camioneta azul cielo, Chevrolet 1962. El paquete que venía oculto en el motor, cae en la vía ante la mirada sorprendida de las autoridades aduanales de Colombia.

Veníamos ese día en caravana con el carro de la familia, en la camioneta  con Diego y José Sánchez , un viejo amigo de papá jubilado de su puesto del Ministerio de Sanidad. Cargo que había logrado en alguna de las dictaduras venezolanas de la primera mitad del  siglo 20. 

Diego se detiene, se baja de la camioneta unos metros antes del puente internacional , recoge la mercancía embalada con papel de bolsa y atado con mecatillo para que pareciera un paquete de mercado . Era un vestido de fiesta que mamá había comprado para el matrimonio de alguno de mis primos y que no podía llevar puesto en ese momento por razones de elemental etiqueta . El policía pidió abrir el paquete y solo alcanzó a reírse. Mamá lo lució en su momento, seguramente sin contar a nadie  la historia viva de su vestido de gala.

Ir a Cúcuta era una aventura, fueron momentos en la vida emocionantes para un niño, el deseo por descubrir primero los inventos de Melquíades, en esas calles de entonces, polvorientas y tostadas por el sol .

Como la vida misma, hay aromas y recuerdos grabados de esas aventuras que hicieron posible empezar a sentir lo maravilloso de este gran regalo que respiramos y sentimos.

Esas improntas construyeron el alma que somos, a pesar de vientos turbulentos y mares borrascosos, seguimos viviendo el atardecer y el amanecer con divina precisión.

Son recuerdos inamovibles del alma , que irán con cada uno de nosotros más allá del mar del sur, atrás del viento del norte, ese mismo que el abuelo un día extrañó con tanto amor, cuando supo que ya no podría regresar a besar los caminos de España.



Muy Noble y Valerosa Villa de San José de Cúcuta

Escudo de la Ciudad


Bogotá 24 de Septiembre de 2022 






Foto de ready made: https://www.pexels.com/es-es/foto/blanco-tienda-de-comestibles-casa-canica-3850510/

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